Cuentos para
entretener 8
Cada mañana salíamos a comprar el pregonero, a visitar a
mi mamá Cecilia Filomena o a una heladería del centro de San Fernando, y cuando
pasábamos frente al cañito y veíamos el palacio de los Barbarito, mi papá Tomás
me contaba que cuando los Barbarito tenían su emporio, ellos también traficaron
con el negocio de las plumas de garza, y él cómo añoraba aquel tiempo de las
plumas de garzas, de cuando él las recogía en suelos y lagunas de los garceros,
para luego venderlas, y contaba de cómo debía cuidarse de los campos volantes,
que eran capaces de hasta matar a los que conseguían cazando garzas sin medida;
si nos llegaba el mediodía o las horas de la tarde, bajo soles apureños y él
enfilaba hacia la heladería, me decía: Vamos hasta la heladería, para comprar
una barquilla de dos tonos..., así él decía de los helados de chocolate y
mantecado, a mí también me gustaba y me sigue gustando ese helado de dos
tonos... Ahora en mis recuerdos, cuando releo la novela Doña Bárbara, escrita
por nuestro genial Rómulo Gallegos, me detengo ante las líneas donde relata y
pinta una nota de los garceros de nuestras sabanas llaneras: El garcero es un
monte nevado al amanecer. Sobre los árboles, en los nidos colgados en ellos y
en torno al remanso, la blancura de las garzas a millares, y por donde quiera,
en las ramas de los dormitorios, en los borales que flotan sobre el agua
fangosa de la ciénaga, la escarcha de la pluma soltada durante la noche, con el
alba comienza la recolecta. Los recogedores salen en curiaras, pero terminan
echándose al agua y con ella a la
cintura, entre babas y caimanes, rayas, tembladores y caribes, desafían la
muerte gritando o cantando, porque el llanero nunca trabaja en silencio. Si no
grita, canta... Y asimismo me quedo en suspenso, cuando releo estas líneas que
aparecen en Maisanta, un hombre a caballo..., escrita por el barinés José León
Tapìa, donde narra y describe aquellas crueles matanzas de garzas: Un día
comenzó en el mundo el furor de la pluma de garza. Las mujeres de Europa, los
modistos de París, la codiciaban para adornos y la codicia se vino al llano
donde viven las garzas. Un quintal de plumas valía una fortuna y la fortuna
estaba en los garceros... Los tiros de escopetas barrieron las aguas del
estero, matando las garzas sin distinción, aunque fueran pichonas, las más
solicitadas por sus plumas sedosas y frágiles, tan hermosas para sombreros de
mujeres. A las siete de la mañana no quedaba un animal vivo en los esteros de
Los Borales. Solamente los cuerpos de garzas blancas, las chusmitas. Garzas
azulosas, las morenas. Garzas rosadas, las paletas. Garzas negras, las
zamuritas. Garzas rojo escarlatas, las corocoras, coloreaban sobrenadando la
superficie verdiazul de las aguas... Cuando clareaba la madrugada con el lucero
becerrero que alumbra a los ordeñadores, los hombres de Humberto Gómez,
pintadas las caras negras con el hollín del fondo de los calderos, le cayeron
por sorpresa al garcero de Los Borales. Los celadores del hato y del fisco
colombiano desperezaban el sueño con los bostezos del amanecer, cuando fueron
encañonados. Con el arrebol de un sol gigante comenzaron los asaltantes a
cargar los enormes sacos de plumas en las carretas de mula...
Adelfo Morillo
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