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sábado, 26 de enero de 2013


Miguel Ramón Utrera

    
     La letra de la canción Motivos, escrita por el carabobeño Ítalo Pizzolante, nos dice: “Una rosa pintada de azul es un motivo”, con lo cual podemos entender que la poesía se nutre de pequeñas o grandes cosas. Esta idea es propicia para darle cabida al poeta de la sierra de San Sebastián de los Reyes, Miguel Ramón Utrera; desde su primer poemario Elegía Serrana  recoge su lírica entre los años 1922 a 1933, de este florilegio en Cromos de la sierra nos encontramos con los octosílabos: “La copla de la montaña / llegó vestida de luna, / con una flor en el seno / y una esperanza desnuda. / La copla de la montaña / trajo una pena profunda / y con ella, dulcemente, / los cafetales arrulla. / Los bucares, centinelas / de cadencias y rumores, / con fresco amor la saludan. / Cuando bajó a los caneyes / su acento estaba velado / por otra esperanza muda”…  La copla se viste de una sencillez nativa en la cadencia de los elementos de una flora con aromas de tranquilidad, de verdores que se cubren de otros tantos colores, es una estampa de sensualismo vegetal cantado por la sensibilidad de este bardo de verbo cónsono con el transcurrir de vivencias entre claroscuros de la montaña… En Nocturnal recoge su estro entre los años 1936 y 1940, en el 6 de Estancias de la noche en el pueblo, el poeta nos regala: “Candor de plenilunio. / Una estrella vigila. / Los campos del mundo, / solitarios, dormitan. / La linda noche viaja / con su rueca de anhelos. / La linda noche, sola / el recuerdo, muy lejos. / Fulge el río, rimando / sus nocturnas querellas. / Tras la pena del río, / el silencio se acerca. / La paz del pueblo sube / hasta las propias almas; / sus hojas moja en ellas / la rendida esperanza. / Aromada cadencia / de otro nombre lejano. / Una canción que vuela  / de los árboles claros. / Y la luna, y el río / y la senda desnuda. / Juega a ensueños la brisa / en la tibia penumbra. / Candor de plenilunio. / Las estrellas vigilan. / En la noche del pueblo / la soledad camina”… Es un himno sagrado a la noche en cada campo y en cada pueblo del mundo, Utrera vivió para hacerse hombre y por esencia se hizo poeta, para dejarnos más allá de su vida mortal la trascendencia de la palabra inmortal en el alma de las cosas elementales: una flor, la lluvia sola o en neblina, el fresco o el relente de la brisa. Este hombre-poeta vivió para la belleza en las formas y la hizo escritura; en Rescoldo nos entrega su creación entre los años 1936 y 1944, así podemos disfrutar en Paisaje: “Cae la lluvia, lenta, / sobre el campo tierno. / Viste la mañana / su traje más tierno. / ¡Qué siembra más clara / cubre el campo tierno! / Juncos de cristal / quiebran sus reflejos / en las sementeras / que ha labrado el viento. / La lluvia cae, lenta, / sobre el campo tierno. / Recoge la tarde / sus débiles ecos. / Una fría lumbre / se esconde a lo lejos. / ¡Qué clara cosecha! / ¡Espigó el silencio! / Cae, cae, la lluvia / sobre el campo tierno. / Los pájaros, mudos. / Los árboles, quietos. / ¿Lucirá su luna / la senda del sueño? / ¿Qué frágil cocuyo, / qué tibio lucero / prenderá en su sombra / la noche de invierno? / Desgrana la lluvia / su límpido acento. / Cae, cae, la lluvia / sobre el campo tierno”…  En este verbo nos pudiéramos trasladar a los tiempos edénicos, que el poeta supo aspirarlos en medio de su convivir cotidiano, Utrera vivía en la contemplación del ambiente y de las cosas, era un amante de Dios en vigilia y en sueños, una conjunción humana de intelecto y poesía, una armonía en pensamiento y sentimiento para la creación en la palabra. En 1948 deja conocer el libro de poesías Calendario de la ausencia, y nos dejamos llevar por los versos de Estancia de un día marinero: “Viajera: este día ya es todo tuyo, / por eso es tan azul y tan risueño. / Ahora estoy frente al mar / y te recuerdo. / Mientras el sol cincela sus espejos, / te recuerdo. / Mientras el mar fustiga el horizonte / con su encendido látigo de espumas, / te recuerdo. / Mientras iza sus alas, como velas, / el bajel de las horas a lo lejos, / te recuerdo. / Una nube semeja en la distancia / fresca rama del lirio marinero. / Y te recuerdo. / Y te recuerdo así por este día / que es tuyo: siempre azul por tu recuerdo; / con espejo de brumas y de alas; / con aroma de lirios; y bajeles / que viajan a un país de nombre tierno. / Todo esto bulle en la memoria clara / de un día ya sin sombras para el sueño. / Un día que retorna con tu huella / y se queda siendo nuestro para el tiempo; / cuando camino a solas por la arena / y el sol cincela sus espejos; / cuando torno a mirar aquella nube / que es la imagen de un lirio marinero. / Cuando estoy frente al mar que te arrullaba / y te recuerdo”… Aquí el hombre-poeta Utrera desnuda el alma de ese sentimiento eterno, el amor por una mujer, dama de las hazañas, de los arrullos y de la ternura, se alza el poeta de la voz encantada en mieles inolvidables y las esculpe en la memoria de la piedra marinera sin ausencias. Cuando revisamos la obra poética de Utrera, más de sesenta años de canto a la vida, al amor y a los sueños, nos topamos con el libro dado a conocer en el año 1950 Oficio de verano, y en La otra sed: “¿Qué le dicen las cigarras / al triste monte sediento? / El monte nada responde. / Están sus árboles quietos. / Del monte asoma, hasta el aire, / su pecho herido el silencio. / ¿Qué le lloran las cigarras / al pobre campo sediento? / Detrás del día que huye / van los caminos, huyendo. / Hieren el sol las cigarras / con sus insólitos hierros. / Si las cigarras callaran, / se escucharía el silencio. / Los caminos van al monte. / Vienen del monte hacia el pueblo. / Todos traen sobre sus hombros / el mismo grito sediento. / ¿Qué le piden las cigarras / a los caminos del pueblo?... El campesino, los niños y los poetas le cantan al verano con tristeza, es el tiempo cuando se van los verdores, los aromas y las flores, es un tiempo duro para la naturaleza toda, el sol danza y reverbera, las aguas se van y se ocultan, las lluvias son un recuerdo y una nostalgia. En 1953 Utrera publica La voz recobrada y leemos en Aroma de la voz: “Miramos la luna llena / dormida tras de los jobos. / Detrás: la noche dormida / sobre sus débiles oros. / Buscamos aquel camino / solitario y rumoroso / que va a las plácidas vegas / donde frutecen los jobos. / Era cierto. Desde el río / -como un tibio aliento hondo- / invadía todo el campo / aquel aroma de jobos. / Ciertamente: las palabras / eran un mágico soplo. / La noche, lenta, dormía / sobre sus pálidos oros. / El campo ya tiene luces / para desvelo y reposo. / Hasta en su sueño persiste / aquel aroma de jobos”… Utrera nació y vivió poeta, así siguió escribiendo y publicando Testigos del alba (1956), La huella invisible (1960), Aquella aldea (1962), Aires de la vida (1968), Edades de la flor (1982), y en Presencias: I “Miramos la flor más alta: / la saeta de un fulgor; / rama distante y liviana / perseguida / por otra llama en fragor. / ¿Desde cuándo el fuego –vida / o el fuego-muerte en ardor? / Pero vemos su ceniza. / Y hasta nos hiere su aliento / y su fragor. / Lo sabes. Pero no dices / que el fuego tiene su flor.  II  Buscamos la flor más pura. / Cercana como distante, / la que a su paso murmura, / rutilante, / leves historias de amor. / ¿Desde cuándo el agua-muerte / o el agua-vida en dolor? / Pero seguimos la ruta / que va al país de su espina / y de su amor. / Lo sabes. Pero no dices / que el agua tiene su flor.  III  Deseamos la flor más tierna, / la que, etérea y trashumante, / cautiva nuestro fervor. / La que acude tempranera / y anhelante, / cuando la aurora despierta, / a arrullarle su candor. / ¿Desde cuándo el aire-vida / o el aire-muerte en pavor? / Pero nos llega su efluvio. / Con un delgado rumor. / Pero seguimos su huella / que va al país del aroma / y del amor. / Lo sabes. Pero no dices / que el aire tiene su flor.  IV  Soñamos la flor sin nombre, / de más fecundo vigor; / la que brota, misteriosa, / de los surcos / cultivados con amor; / y con magia primorosa / le comunica a la vida / su dulzor. / ¿Desde cuándo el surco-vida / o el surco-muerte en clamor? / Pero seguimos la senda / que se multiplica en frutos / del más fecundo vigor. / Lo sabes. Y grita siempre: / ¡la tierra tiene su flor!  V  Guardamos la flor del nombre / para el tiempo del verano, / aunque nos hiera la mano / con su espina; / aunque nos queme por dentro / con el fuego de su sangre / en fragor. / ¿Quién dice que hay nombre-vida / o nombre-muerte en ardor? / Lo cierto es que perseguimos / el clamor / de aquella voz peregrina / que cubre nuestra memoria / de estupor. / Lo sabes. Y siempre dices / que el nombre tiene su flor.”  Este hombre-poeta dejó de leer y de escribir, dejó de contemplar y de amar cuando el hálito de vida escapó de su cuerpo, en el alma y en la poesía este hombre-poeta perdurará en las pequeñas y en las grandes cosas: en el alba, en el silencio, en la flor y en el amor.