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sábado, 24 de marzo de 2018

Autobiografía de José Antonio Páez 3

Autobiografía de José Antonio Páez              3

       Mi madre que vivía en el pueblo de Guama, me llamó a su lado el año de 1807, y, por el mes de junio me dio comisión de llevar cierto expediente sobre asuntos de familia a un abogado que residía en Patio Grande, cerca de Cabudare… Debía además conducir una regulra suma de dinero, me enorgullecí mucho con el encargo… Acompañábame un peón, que a su regreso debía llevar varias cosas para la familia.
       Ninguna novedad me ocurrió a la ida; mas, al volver a casa, sumamente satisfecho con la idea de que yo era hombre de confianza, joven, y como tal imprudente, enorgullecido además con la cantidad de dinero que llevaba conmigo, y deseoso de lucirme, aproveché la primera oportunidad de hacerlo, lo cual no tardó en presentarse, pues, al pasar por el pueblo de Yaritagua, entré en una tienda de ropa a pretexto de comprar algo, y al pagar saqué sobre el mostrador cuanto dinero llevaba, sin reparar en las personas que había presentes, más que para envanecerme de que todos hubiesen visto que yo era hombre de espada y de dinero.
       Los espectadores debieron conocer desde luego al mozo inconsiderado, y acaso formaron inmediatamente el plan de robarme. No pensé yo más en ellos y seguí viaje, entrando por el camino estrecho que atraviesa, bajo alto y espeso arbolado, la montaña de Mayurupí. Ufano con llevar armas, pensé en usarlas… Paro al punto se me ocurrió que era ya tarde, que tenía que viajar toda la noche…, y que en la pistola cargada consistía mi principal defensa. No bien seguí avanzando cuando la ocasión vino a demostrar la certeza de mi raciocinio, pues a pocos pasos me salió de la izquierda del camino un hombre alto, a quien siguieron otros tres que se abalanzaron a cogerme la mula por la brida. Apenas lo habían hecho cuando salté yo al suelo por el lado derecho, pistola en mano. Joven, sin experiencia alguna de peligros, mi apuro en aquel lance no podía ser mayor; sin embargo, me sentí animado de extraordinario arrojo viendo la alevosía de mis agresores, y en propia defensa resolví venderles cara la vida. El que parecía jefe de los salteadores se adentaba hacia mí con la vista fija en la pistola con que le apuntaba, mientras iba yo retrocediendo conforme él avanzaba. Él tenía en una mano un machete, y en la otra el garrote. Tal vez creía que no me atrevería yo a dispararle, porque cuando le decía que se detuviera , no hacía caso de mis palabras, pensando quizá que como ya se había apoderado de mi cabalgadura, le sería no menos fácil intimidarme o rendirme. Avanzaba pues siempre sobre mí en ademán resuelto, y yo continuaba retrocediendo, hasta que, cuando estábamos cosa de veinte varas distantes de sus compañeros, se me arrojó encima, tirándome una furiosa estocada con el machete. Sin titubear disparé el tiro, todavía sin intención de matarlo, pues hasta entonces me contentaba con herirlo en una pierna; pero él, por evitar la bala, se hizo atrás con violencia, y la recibió en la ingle. Mudo e inmóvil permanecí por un instante. Creyendo haber errado el tiro, y que el mal hombre se me vendría luego a las manos, desenvainé la espada y me arrojé sobre él para ponerle fuera de combate; mas al ir a atravesarlo me detuve, porque le vi caer en tierra sin movimiento. Ciego de cólera y no pensando sino en mi propia salvación corríe entonces con espada desnuda sobre los demás ladrones; mas estos no aguardaron, y echaron a huir cuando se vieron sin jefe, y perseguidos por quien, de joven desprevenido y fácil de amedrentar, se había convertido en resuelto perseguidor de sus agresores…
       A las cuatro de la mañana llegué a casa…, y no comuniqué lo ocurrido más que a una de mis hermanas. Permanecí allí tranquilo algunos días, hasta que principiaron a esparcirse rumores de que yo había sido el héroe de la escena del bosque. Entonces, sin consultar a nadie, e inducido solamente por un temor pueril, resolví ocultarme, y tomando el camino de Barinas, me interné hasta las riberas del Apure, donde, deseando ganar la vida honradamente, busqué servicio en clase de peón, ganando tres pesos por mes en el hato de La Calzada, perteneciente a Don manuel Pulido.

Ibidem, págs. 2, 3, 4, 5. Ortografía actualizada por Adelfo Morillo.