Miguel Ramón Utrera
La letra de la canción Motivos, escrita
por el carabobeño Ítalo Pizzolante, nos dice: “Una rosa pintada de azul es un
motivo”, con lo cual podemos entender que la poesía se nutre de pequeñas o
grandes cosas. Esta idea es propicia para darle cabida al poeta de la sierra de
San Sebastián de los Reyes, Miguel Ramón Utrera; desde su primer poemario Elegía Serrana recoge su lírica entre los años 1922 a 1933, de este
florilegio en Cromos de la sierra nos
encontramos con los octosílabos: “La copla de la montaña / llegó vestida de
luna, / con una flor en el seno / y una esperanza desnuda. / La copla de la
montaña / trajo una pena profunda / y con ella, dulcemente, / los cafetales
arrulla. / Los bucares, centinelas / de cadencias y rumores, / con fresco amor
la saludan. / Cuando bajó a los caneyes / su acento estaba velado / por otra
esperanza muda”… La copla se viste de
una sencillez nativa en la cadencia de los elementos de una flora con aromas de
tranquilidad, de verdores que se cubren de otros tantos colores, es una estampa
de sensualismo vegetal cantado por la sensibilidad de este bardo de verbo
cónsono con el transcurrir de vivencias entre claroscuros de la montaña… En Nocturnal recoge su estro entre los años
1936 y 1940, en el 6 de Estancias de la
noche en el pueblo, el poeta nos regala: “Candor de plenilunio. / Una
estrella vigila. / Los campos del mundo, / solitarios, dormitan. / La linda
noche viaja / con su rueca de anhelos. / La linda noche, sola / el recuerdo,
muy lejos. / Fulge el río, rimando / sus nocturnas querellas. / Tras la pena
del río, / el silencio se acerca. / La paz del pueblo sube / hasta las propias
almas; / sus hojas moja en ellas / la rendida esperanza. / Aromada cadencia /
de otro nombre lejano. / Una canción que vuela
/ de los árboles claros. / Y la luna, y el río / y la senda desnuda. /
Juega a ensueños la brisa / en la tibia penumbra. / Candor de plenilunio. / Las
estrellas vigilan. / En la noche del pueblo / la soledad camina”… Es un himno
sagrado a la noche en cada campo y en cada pueblo del mundo, Utrera vivió para
hacerse hombre y por esencia se hizo poeta, para dejarnos más allá de su vida
mortal la trascendencia de la palabra inmortal en el alma de las cosas
elementales: una flor, la lluvia sola o en neblina, el fresco o el relente de
la brisa. Este hombre-poeta vivió para la belleza en las formas y la hizo
escritura; en Rescoldo nos entrega su
creación entre los años 1936 y 1944, así podemos disfrutar en Paisaje: “Cae la lluvia, lenta, / sobre
el campo tierno. / Viste la mañana / su traje más tierno. / ¡Qué siembra más
clara / cubre el campo tierno! / Juncos de cristal / quiebran sus reflejos / en
las sementeras / que ha labrado el viento. / La lluvia cae, lenta, / sobre el
campo tierno. / Recoge la tarde / sus débiles ecos. / Una fría lumbre / se
esconde a lo lejos. / ¡Qué clara cosecha! / ¡Espigó el silencio! / Cae, cae, la
lluvia / sobre el campo tierno. / Los pájaros, mudos. / Los árboles, quietos. /
¿Lucirá su luna / la senda del sueño? / ¿Qué frágil cocuyo, / qué tibio lucero
/ prenderá en su sombra / la noche de invierno? / Desgrana la lluvia / su
límpido acento. / Cae, cae, la lluvia / sobre el campo tierno”… En este verbo nos pudiéramos trasladar a los
tiempos edénicos, que el poeta supo aspirarlos en medio de su convivir
cotidiano, Utrera vivía en la contemplación del ambiente y de las cosas, era un
amante de Dios en vigilia y en sueños, una conjunción humana de intelecto y
poesía, una armonía en pensamiento y sentimiento para la creación en la
palabra. En 1948 deja conocer el libro de poesías Calendario de la ausencia, y nos dejamos llevar por los
versos de Estancia de un día marinero:
“Viajera: este día ya es todo tuyo, / por eso es tan azul y tan risueño. /
Ahora estoy frente al mar / y te recuerdo. / Mientras el sol cincela sus
espejos, / te recuerdo. / Mientras el mar fustiga el horizonte / con su
encendido látigo de espumas, / te recuerdo. / Mientras iza sus alas, como
velas, / el bajel de las horas a lo lejos, / te recuerdo. / Una nube semeja en
la distancia / fresca rama del lirio marinero. / Y te recuerdo. / Y te recuerdo
así por este día / que es tuyo: siempre azul por tu recuerdo; / con espejo de
brumas y de alas; / con aroma de lirios; y bajeles / que viajan a un país de
nombre tierno. / Todo esto bulle en la memoria clara / de un día ya sin sombras
para el sueño. / Un día que retorna con tu huella / y se queda siendo nuestro
para el tiempo; / cuando camino a solas por la arena / y el sol cincela sus
espejos; / cuando torno a mirar aquella nube / que es la imagen de un lirio
marinero. / Cuando estoy frente al mar que te arrullaba / y te recuerdo”… Aquí
el hombre-poeta Utrera desnuda el alma de ese sentimiento eterno, el amor por
una mujer, dama de las hazañas, de los arrullos y de la ternura, se alza el
poeta de la voz encantada en mieles inolvidables y las esculpe en la memoria de
la piedra marinera sin ausencias. Cuando revisamos la obra poética de Utrera,
más de sesenta años de canto a la vida, al amor y a los sueños, nos topamos con
el libro dado a conocer en el año 1950 Oficio
de verano, y en La otra sed: “¿Qué
le dicen las cigarras / al triste monte sediento? / El monte nada responde. /
Están sus árboles quietos. / Del monte asoma, hasta el aire, / su pecho herido
el silencio. / ¿Qué le lloran las cigarras / al pobre campo sediento? / Detrás
del día que huye / van los caminos, huyendo. / Hieren el sol las cigarras / con
sus insólitos hierros. / Si las cigarras callaran, / se escucharía el silencio.
/ Los caminos van al monte. / Vienen del monte hacia el pueblo. / Todos traen
sobre sus hombros / el mismo grito sediento. / ¿Qué le piden las cigarras / a
los caminos del pueblo?... El campesino, los niños y los poetas le cantan al
verano con tristeza, es el tiempo cuando se van los verdores, los aromas y las
flores, es un tiempo duro para la naturaleza toda, el sol danza y reverbera,
las aguas se van y se ocultan, las lluvias son un recuerdo y una nostalgia. En
1953 Utrera publica La voz recobrada
y leemos en Aroma de la voz: “Miramos
la luna llena / dormida tras de los jobos. / Detrás: la noche dormida / sobre
sus débiles oros. / Buscamos aquel camino / solitario y rumoroso / que va a las
plácidas vegas / donde frutecen los jobos. / Era cierto. Desde el río / -como
un tibio aliento hondo- / invadía todo el campo / aquel aroma de jobos. /
Ciertamente: las palabras / eran un mágico soplo. / La noche, lenta, dormía /
sobre sus pálidos oros. / El campo ya tiene luces / para desvelo y reposo. /
Hasta en su sueño persiste / aquel aroma de jobos”… Utrera nació y vivió poeta,
así siguió escribiendo y publicando Testigos
del alba (1956), La huella invisible (1960), Aquella aldea (1962), Aires de la vida (1968), Edades de la flor (1982), y en Presencias:
I “Miramos la flor más alta: / la saeta de un fulgor; / rama distante y liviana
/ perseguida / por otra llama en fragor. / ¿Desde cuándo el fuego –vida / o el
fuego-muerte en ardor? / Pero vemos su ceniza. / Y hasta nos hiere su aliento /
y su fragor. / Lo sabes. Pero no dices / que el fuego tiene su flor. II
Buscamos la flor más pura. / Cercana como distante, / la que a su paso murmura,
/ rutilante, / leves historias de amor. / ¿Desde cuándo el agua-muerte / o el
agua-vida en dolor? / Pero seguimos la ruta / que va al país de su espina / y
de su amor. / Lo sabes. Pero no dices / que el agua tiene su flor. III
Deseamos la flor más tierna, / la que, etérea y trashumante, / cautiva
nuestro fervor. / La que acude tempranera / y anhelante, / cuando la aurora
despierta, / a arrullarle su candor. / ¿Desde cuándo el aire-vida / o el
aire-muerte en pavor? / Pero nos llega su efluvio. / Con un delgado rumor. /
Pero seguimos su huella / que va al país del aroma / y del amor. / Lo sabes.
Pero no dices / que el aire tiene su flor.
IV Soñamos la flor sin nombre, / de
más fecundo vigor; / la que brota, misteriosa, / de los surcos / cultivados con
amor; / y con magia primorosa / le comunica a la vida / su dulzor. / ¿Desde
cuándo el surco-vida / o el surco-muerte en clamor? / Pero seguimos la senda /
que se multiplica en frutos / del más fecundo vigor. / Lo sabes. Y grita siempre:
/ ¡la tierra tiene su flor! V Guardamos la flor del nombre / para el tiempo
del verano, / aunque nos hiera la mano / con su espina; / aunque nos queme por
dentro / con el fuego de su sangre / en fragor. / ¿Quién dice que hay
nombre-vida / o nombre-muerte en ardor? / Lo cierto es que perseguimos / el
clamor / de aquella voz peregrina / que cubre nuestra memoria / de estupor. /
Lo sabes. Y siempre dices / que el nombre tiene su flor.” Este hombre-poeta dejó de leer y de escribir,
dejó de contemplar y de amar cuando el hálito de vida escapó de su cuerpo, en
el alma y en la poesía este hombre-poeta perdurará en las pequeñas y en las
grandes cosas: en el alba, en el silencio, en la flor y en el amor.
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