La Bendición
Cuando llegamos a La Bendición
era tiempo de sequía,
los altos barrancos a ambas orillas del río
fue para mí un golpe de ojo de asombro;
nos bajamos de la falca,
entramos a la casa de mi tía Eladia,
una gran patilla sobre la mesa de la sala
fue otro golpe de ojo de anticipado gusto;
mi papá no estaba,
no había llegado de donde trabajaba,
cerca de ahí hacía una casa;
ratico después alguien en el patio alzó una bandera
y la ondeaba de lado a lado,
así avisaban a los que estaban en la vega,
al frente del otro lado del río,
que era el momento del almuerzo.
En ese entonces era tiempo de la cosecha del algodón,
desde la casa de mi tía Eladia,
las motas de algodón semejaban nubecitas muy
blancas,
sobre el verde follaje de los algodonales.
En la noche refulgía la luna llena,
bajo su inmensa estela de luz
pasamos el río en canoa,
íbamos mi papá Tomás, su sobrino Tomasito y yo,
también era de patillas,
mi papá las palpaba por debajo,
no sé cómo sabía elegirlas,
cuando arrancaba una,
la rompía contra el suelo,
y así arrancó varias más,
a cada una le arrancábamos con las manos el corazón,
el resto de la patilla lo lanzábamos al río.
Al día siguiente cosechamos algodón,
la paga era un real por cada saco lleno,
al final de la tarde yo solía había llenado un
saco,
y con esa ganancia de un real
compré en la bodega una catalina, queso blanco y
una malta;
desde ese entonces,
de cuanto tenía seis años,
nunca más he ido a La Bendición,
no tengo idea de cómo es ahora,
sí quisiera ir en algún momento a La Bendición.
Adelfo Morillo
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