¡Véngase, mi
gordota..!
En mil novecientos sesenta y cuatro mi
papá comenzó a construir nuestra casa, en un terreno de unos cuatrocientos
metros cuadrados, en el barrio Merecurito, frente a la carretera nacional, y
una de las primeras cosas fue cavar para tener el aljibe, una mañana tempranito
llegamos y él empezó a hoyar con una barra y con la pala yo iba sacando la
tierra, él cavaba y me hablaba con cariño y alegría, el primer metro fue suave,
pero a partir de ahí comenzó el ripio y las lajas de arrecifes, la barra sacaba
chispas del pedernal, y mi papá siempre tenía alguna ocurrencia graciosa,
después fue con nosotros mi hermano mayor, Rafael, y se turnaban un rato uno y
después el otro, también estuvo ayudando mi primo hermano, José, y también se
turnaba con mi papá, algunas veces yo también hoyaba, pero lo que más hacía,
era halar el balde con la tierra, y para ello mi papá había dispuesto unos
parales, donde sujetó una polea y con un mecate amarramos el balde y así era
cómodo subir el tobo con la tierra, recuerdo las veces, cuando mi papá estaba
hoyando y para que bajara el balde, me decía ¡Véngase, mi gordota, como quien no quiere la cosa, pero embuste que la
quiere..!, un decir que yo nunca le he escuchado a nadie más, pero confieso
que a mí no me gustaba este trabajo, a mí me ponía de malhumor, y hasta le
respondía mal a mi papá, y en medio de mi malestar, le decía ¡Qué gordota, nada..! Pero ¡qué alegría
cuando llegó a la veta del manantial..!, al comienzo salía el agua revuelta con
la tierra, pero como a la hora de seguir hoyando, el agua manaba tibiecita como
leche de la ubre recién ordeñada, clarita y dulcita, y cuando pasó el tiempo,
yo me inclinaba sobre el brocal del aljibe, y en algunas horas del día los
rayos de sol se filtraban hasta el fondo del aljibe, y miraba a través de las
aguas los colores del arcoiris, y esa limpidez azulacea del agua en ese trozo
de río apresado en un cono hondo entre la tierra del solar de nuestra casa…
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