José Antonio Páez… Autobiografía (2)
“Diré lo que era un hato para aquella
época… en la gran extensión de territorio se veían de distancia en distancia
ora pueblecillos con pocos habitantes, ya rústicas casas con techos de hojas
secas de palmeras… Constituían estos terrenos las riquezas de muchos
individuos, riquezas que no sacaban de las producciones de la tierra, sino de
la venta de las innumerables hordas de ganado caballar y vacuno, que pacían en
aquellas soledades con tanta libertad como si estuvieran en la patria que el
cielo les había señalado desde los primeros tiempos de la creación.
La habitación donde residían estos hombres
era una especie de cabaña… La yerba crecía en torno a su placer, y solo podía
indicar el acceso a la vivienda la senda tortuosa que se formaba con las
pisadas o rastro del ganado.
Constituían todo el mueblaje de la
solitaria habitación cráneos de caballos y cabezas de caimanes, que servían de
asiento al llanero cuando tornaba a la casa cansado de oprimir el lomo del
fogoso potro durante las horas del sol; y si quería extender sus miembros para
entregarse al sueño, no tenía para hacerlo sino las pieles de las reses o
cueros secos, después de haber hecho una sola comida a las siete de la tarde.
¡Feliz el que alcanzaba el privilegio de poseer una hamaca sobre cuyos hilos
pudiera más cómodamente restituir al cuerpo su vigor perdido!
En uno u otro lecho pasaba la noche,
arrullado muy frecuentemente por el monótono ruido de la lluvia que caía sobre
el techo, o por el no menos antimusical de las ranas, del grillo y de otros
insectos, sin que despertara azorado al horrísono fragor de los truenos, ni al
vívido resplandor de los relámpagos. El gallo, que dormía en la misma
habitación con toda su familia, le servía de reloj, y el perro de centinela. A
las tres de la mañana se levantaba, cuando aún no había concluido la tormenta,
y salía a ensillar su caballo, que había pasado la noche atado a una macoya de yerba en las inmediaciones de
la casa. Para ello tenía que atravesar los escobares,
tropezando a cada instante con las osamentas de las reses… y téngase presente
que el llanero anda siempre descalzo.
Montado al fin, salía para la expedición
de ojear el ganado, que iba
espantando hasta el punto en que debía hacerse la parada. Esta operación se
conocía con el nombre de rodeo; pero
cuando se hacía solamente con los caballos, se llamaba junta.
Hecha la parada, se apartaban los becerros
para la hierra, o sea para ponerles
marca, se recogían las vacas paridas, se castraban los toros, y se ponía aparte
el ganado que se destinaba a ser vendido. Si la res o caballo apartado trataba
de escaparse, el llanero la perseguía, la enlazaba, o si no tenía lazo, la coleaba para reducirla a la obediencia.
Cuando comenzaba a oscurecer y antes de
que les sorprendiera la noche, dirigíanse los llaneros al hato para encerrar el
ganado, y concluida esta operación mataban una res, tomando cada uno su pedazo
de carne, que asaba en una estaca, y que comía sin que hubiese sal para sazonar
el bocado, ni pan que ayudara a su digestión. El más delicioso regalo consistía
en empinar la tapara, especie de
calabaza donde se conservaba el agua fresca; y entonces solía decir el llanero
con el despecho casi resignado de la impotencia:
“El pobre con agua justa,
Y el
rico con lo que gusta.”
Para entretener el tiempo después de su
parca cena, poníase a entonar esos cantares melancólicos que son proverbiales,
algunas veces acompañados de una bandurria traída del pueblo inmediato, en un
domingo en que logró ir a oír misa. Otras veces también, antes de entregarse al
sueño, entreteníase en escarmenar cerdas de caballo para hacer cabestros
torcidos.
* El hato aquí descrito por Páez
corresponde a los finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX…. Y
recordemos que transcribo en el actual castellano…
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