Autobiografía de
José Antonio Páez 4
Diré lo que era un hato en aquella
época, pues los que se encuentran actualmente en los mismos sitios difieren
tanto de los que conocí en mi juventud, cuánto dista la civilización de la
barbarie. El progreso ha introducido en ellos mil reformas y mejoras; y si bien
ha ejercido gran influencia sobre las costumbres de los habitantes, no ha
podido empero cambiar completamente el carácter de estos, por lo cual no me
detendré a copiar lo que, con tanta verdad y exactitud, han descrito el
venezolano Baralt y el granadino Samper. Pintaré pues los hatos cómo los conocí
en los primeros años de mi juventud.
En la gran extensión de territorio, que,
como la vasta superficie del océano, presenta al rededor un inmenso círculo
cuyo centro parece estar en todas partes, se veían de distancia en distancia
ora pueblecillos con pocos habitantes, ya rústicas casas con techos de hojas
secas de palmeras, que en medio de tan gran soledad parecían ser los oasis de
aquel a la vista desierto ilimitado. Constituían estos terrenos las riquezas de
muchos individuos, riquezas que no sacaban de las producciones de la tierra,
sino de la venta de las innumerables hordas de ganado caballar y vacuno, que
pacían en aquellas soledades con tanta libertad como si estuvieran en la patria
que el cielo les había señalado desde los primeros tiempos de la creación. Estos
animales descendientes de los que tuvieron en la conquista tanta parte como los
mismos aventureros a cuyas órdenes servían, eran muy celosos de su salvaje
independencia; y muchas y grandes fatigas se necesitaban para obligarlos a
auxiliar al hombre en la obra de la civilización.
La habitación donde residían estos
hombres era una especie de cabaña cuyo aspecto exterior nada diferente
presentaba de las que hoy se encuentran en los mismos lugares. La yerba crecía
en torno a su placer, y solo podía indicar el acceso a la vivienda la senda
tortuosa que se formaba con las pisadas o rastro de ganado.
Constituían todo el mueblaje de la solitaria
habitación cráneos de caballos y cabezas de caimanes, que servían de asiento al
llanero cuando tornaba a la casa cansado de oprimir el lomo del fogoso potro
durante las horas del sol; y si quería extender sus miembros para entregarse al
sueño, no tenía para hacerlo sino las pieles de las reses o cueros secos, donde
reposaba por la noche de las fatigas y trabajos del día, después de haber hecho
una sola comida a las siete de la tarde. ¡Feliz el que alcanzaba el privilegio
de poseer una hamaca sobre cuyos hilos pudiera más cómodamente restituir al
cuerpo su vigor perdido!
En uno u otro lecho pasaba la noche,
arrullado muy frecuentemente por el monótono ruido de la lluvia que caía sobre
el techo, o por el no menos antimusical de las ranas, del grillo y de otros
insectos, sin que despertara azorado al horrísono fragor de los truenos, ni al
vívido resplandor de los relámpagos. El gallo, que dormía en la misma
habitación con toda su alada familia, le servía de reloj, y el perro de
centinela. A las tres de la mañana se levantaba, cuando aun no había concluido
la tormenta, y salía a ensillar su caballo, que había pasado la noche anterior
atado a una macoya de yerba en las inmediaciones de la casa. Para ello tenía
que atravesar los escoberos, tropezando a cada instante con las osamentas de
las reses, que entorpecían sus pasos, y que gracias a una acumulación sucesiva
de muchos años, habrían bastado para erigir una pirámide bastante elevada.
Téngase presente que el llanero anda siempre descalzo.
Montado al fin, salía para la expedición
de ojear el ganado, que iba espantando hasta el punto en que debía hacerse la
parada. Esta operación se conocía con el nombre de rodeo; pero cuando se hacía
solamente con los caballos, se llamaba junta. Juntas decían los llaneros cuando
más tarde, les hablaron de las que se formaron en las ciudades para la defensa
de la soberanía de España, nosotros no sabemos de más juntas que las de bestias
que hacemos aquí.
Hecha la parada, se apartaban los
becerros para la hierra, o sea para ponerles marca, se recogían las vacas
paridas, se castraban los toros, y se ponía aparte el ganado que se destinaba a
ser vendido. Si la res o caballo apartado trataba de escaparse, el llanero la
perseguía, la enlazaba o si no tenía lazo, la coleaba para reducirla a la obediencia.
Cuando comenzaba a oscurecer y antes de
que les sorprendiera la noche, dirigíanse los llaneros al hato para encerrar el
ganado, y concluida esta operación mataban una res, tomando cada uno su pedazo
de carne, que asaba en una estaca, y que comía sin que hubiese sal para sazonar
el bocado ni pan que ayudara a su digestión. El más deleitoso regalo consistía
en empinar la tapara, especie de calabaza en donde se conservaba el agua
fresca; y entonces solía decir el llanero con el despecho casi resignado de la
impotencia
El pobre con agua
justa
y el rico con lo
que gusta…
Para entretener el tiempo después de su
parca cena, poníase a entonar esos cantares melancólicoa que son proverbiales
–las voces plañideras del desierto- algunas veces acompañado con una bandurria
traída del pueblo inmediato, en un domingo en que logró ir a oír misa. Otras
veces también, antes de entregarse al sueño, entreteníase en escarmenar cerdas
de caballo para hacer cabestros torcidos.
Tal era la vida de aquellos hombres.
Distantes de las ciudades, oían hablar de ellas como de lugares de difícil
acceso, pues estaban situadas más allá del horizonte que alcanzaban con la
vista. Jamás llegaba a sus oídos el tañido de la campana que recuerda los
deberes religiosos, y vivían y morían como hombres a quienes no cupo otro
destino que luchar con los elementos y las fieras, limitándose su ambición al
llegar un día a ser capataz en el mismo punto donde había servido antes en
clase de peón.
Ibidem, págs. 5,
6, 7. Ortografía actualizada por Adelfo Morillo.
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