Autobiografía de José Antonio
Pàez 5
La lucha del hombre con las fieras –que
no son otra cosa los caballos y los toros salvajes-, lucha que pone a prueba
las fuerzas corporales y que necesita una resistencia moral ilimitada, mucho
estoicismo…
Este fue el gimnasio donde adquirí la
robustez atlética que tantas veces me fue utilísima después…
Tocóme de capataz un negro alto, taciturno
y de severo aspecto… Apenas se había puesto el novicio a sus órdenes, cuando,
con voz imperiosa le ordenaba que montara un caballo que jamás había sentido
sobre el lomo ni el peso de la carga, ni el del domador… Saltaba el pobre peón
sobre el potro salvaje, echaba mano a sus ásperas y espesas crines, y no bien
se había asentado, cuando la fiera
empezaba a dar saltos y corcovos, o
tirando furiosas dentelladas al jinete, cuyas piernas corrían graves peligros,
trataba de desembarazarse de la extraña carga, para él insoportable, o
despidiendo fuego por ojos y narices, se lanzaba enfurecida en demanda de sus
compañeros en los llanos, como si quisiera impetrar su auxilio contra el
enemigo que oprimía sus hijares.
El pobre jinete cree que un huracán desencadenando
toda su furia, le lleva en sus alas y le arrastra casi sobre la superficie de
la tierra, que imagina a corta distancia de sus pies, sin que le sea dado
alcanzarla, porque ella también huye con la velocidad del relámpago. Zumba el
viento en sus oídos cual si penetrase con toda su fuerza en las concavidades de
una profunda caverna; apenas se atreve el cuitado a respirar; y si conserva
abiertos los espantados ojos, es solamente para ver si puede hallar auxilio en
alguna parte, o convencerse de que el peligro no es tan grande como pudiera
representárselo la imaginación sin el testimonio del sentido de la vista.
El terreno, que al tranquilo espectador
no presenta ni la más leve desigualdad, para el aterrado jinete, se abre a cada
paso en simas espantosas, donde él y la fiera van sin remedio a despeñarse… Al
fin cesa la angustia, él y la fiera van sion remedio a despeñarse pues el
caballo se rinde de puro cansado, y abandona poco a poco el impetuoso escape
que agota sus fuerzas.
Cuando repite la operación, ya el
novicio llanero tiene menos susto, hasta que al fin no hay placer para él más
grande que domar la alimaña que antes le había hecho experimentar terrores
inexplicables.
El hato de La Calzada se hallaba a
cargo, como he dicho, de un negro llamado Manuel o, según le decíamos todos, Manuelote,
el cual era esclavo de Pulido y ejercía el cargo de mayordomo… Las sospechas
que algunos peones habían hecho concebir a Manuelote, de que bajo el pretexto
de buscar servicio, había ido yo a espiar su conducta, hicieron que me tratase
con mucha dureza, dedicándome siempre a los trabajos más penosos, como domar
caballos salvajes, sin permitirme montar sino los de esta clase; pastorear los
ganados durante el día, bajo un sol abrasador; velar por las noches las
madrinas de los caballos, para que no se auyentasen; cortar con hachas maderos
para las cercas, y finalmente, arrojarme con el caballo a los ríos, cuando aun
no sabía nadar, para pasar como guía los ganados de una ribera a otra. Recuerdo
que un día, al llegar a un río, me gritó: Tírese
al agua y guíe el ganado. Como yo titubease, manifestándole que no sabía
nadar, me contestó en tono de cólera: Yo
no le pregunto a usted si sabe nadar o no; le mando que se tire al río y guíe
el ganado.
Acabado el trabajo del día, Manuelote, echado
en la hamaca, solía decirme: Catire Páez,
traiga un camazo con agua, y láveme los pies; y después me mandaba que le
meciese hasta que se quedaba dormido. Me distinguía con el nombre de catire
(rubio), y con la preferencia sobre todos los demás peones, para desempeñar
cuanto había más difícil y peligroso que hacer en el hato.
Cuando, algunos años después, le tomé
prisionero en la Mata de la Miel, le traté con la mayor bondad; hasta hacerle
sentar a mi propia mesa; y un día que le manifesté el deseo de serle útil en
alguna cosa, me suplicó como único favor que le diera un salvoconducto para
retirarse a su casa. Al momento le complací, por lo que, agradecido al buen
tratamiento que había recibido, se incorporó más tarde en mis filas. Entonces,
los demás llaneros en su presencia solían decirse unos a otros con cierta
malicia: Catire Páez, traiga un camazo de
agua y láveme los pies. Picado Manuelote con aquellas alusiones de otros
tiempos, le contestaba: Ya sé que ustedes
dicen eso por mí; pero a mí me deben el tener a la cabeza un hombre tan fuerte,
y la patria una de las mejores lanzas, porque fui yo quien lo hice hombre.
Ibidem, págs. 8,
9, 10, 11. Ortografía actualizada por Adelfo Morillo.
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