Lucas Guillermo Castillo Lara en noviembre de mil
novecientos noventa y siete me regaló el libro Villa de Todos los Santos de
Calabozo El derecho de existir bajo
el sol, del cual él es autor, ahí en la primera página escribió esta
dedicatoria
Para el
Prof. Adelfo Morillo con admiración y aprecio por la obra que realiza
Firma autógrafa
Y de
este libro de Ediciones Fundación Carlos del Pozo, Calabozo- Edo. Guárico, 1996,
transcribo desde su página 11 hasta la 14, correspondientes a su
INTRODUCCIÓN
SERÁ CALABOZO, PORQUE
AGARRA LOS SUEÑOS
Guárico abajo vienen navegadoras las aguas quietas. Entre remansos y
madreviejas, entre barrancas y playones siempre rumbo al Sur.
Con
ojos de ternura mansa, el perro fiel del río guarda el costado de la ciudad. La
acoge en la curva suave de su brazo verde de árboles o la comprime en su
cabrillante embalse de juncos y soles.
El río
viene resbalando lentamente por una cadencia ocre de playas arenosas. La piel
desbaratada de la tierra se arrastra a pedazos entre el agua, por los meandros
barrosos. Un color de tierra sucia acompaña al río desde muy arriba. Aquí
abajo, después de tantas vueltas y revueltas, de acollararse de barrancas y
playas, el color importa poco porque es agua. Simple. Poderosa. Vital. Agua!
Por ella, por su hálito y su huella, existe vida en aquellla sabana ardida de
crucificados veranos, desdentada de apretada sed. El agua que lleva la
escorrentía del río, se sume de arenas y cascajos en su múltiple penar. Esa
agua barrosa de color de limo, de sabor de tierra, tiene un destello de gloria
en la aridez de la sabana. El agua derrumbada en un temblor calcinado de soles,
canta en la soledad del río que da nombre a la tierra.
El
Guárico recogió nubes por el Sur de Aragua. Retrató cielos en Camatagua y por
arterias de tubos envió vida a la gran Capital. Dejó los pretiles de las
galeras, se adelgazó por Barbacoas y El Sombrero. Oyó el graznido mañanero de
las guacharacas y chenchenas, el canto de los pájaros en los árboles ribereños.
Garzas y cotúas rayaron su cristal. Se rizó con el subiente temblor de coporos en
las rumazones de marzo. Se arremansó quieto en el espejo líquido de su embalse.
Se marchó manso a entregar su función de vida por los regadíos de sus canales.
Termina sin prisa por entregar su fluvial cabellera de caños al abrazo de los
grandes ríos, sus hermanos mayores.
En
invierno es otra cosa y otra la cara del agua. Cuando San Pedro sacude el seco
cuero de los cielos, retumba desde la cabeza al rabo, y caen las amontonadas
nubazones. La tierra retostada se vuelve entonces espejo de agua y laguna de
soles sumergidos. Todo es un verde renacido entre un verde anegado. Los pardos
pajonales, con su doblado tallo, levantan otra vez sus espigas. Se alisa la
cara arrugada de los terronales y el ganado tiene una húmeda mirada de ternura.
La
vida, como los hombres, está amarrada a las vueltas y revueltas del agua, que
viene sembrando pueblos a cada recodo del río.
Primero
fueron las pisadas que venían rumbeando andaduras hacia el Sur. Igual que el
río o igual que las aves. Caminaban despacio. Despacio. En busca de un pedazo
de sueño para amarrar su quehacer. La tierra estrenaba un rumor de voces y de
sangre, mientras oleaba el viento su repasar de pajonales.
Venía
la noche y nacían las estrellas. Venía el alba y todo era sol. Pero todos se
preparaban para una mañana. Alba y noche. Estrella y sol. El polvo era igual en
las pisadas, como era igual el cansancio de los cuerpos derrumbados. Todo
pasaba y repasaba, hasta que llegó el momento, uno marcado por Dios, el 1º de
febrero de 1724. Entonces fue la Villa de Todos los Santos de Calabozo.
Un año
antes, en 1723, dos humildes franciscanos, Fray Bartolomé de San Miguel y Fray
Salvador de Cádiz, erigieron en la Mesa de Calabozo dos poblados indios,
Nuestra Señora de los Ángeles y la Santísima Trinidad. La Misión de Arriba y la
Misión de Abajo. Por su propia voluntad los indios habían salido de las selvas
ribereñas del Orinoco y bajo el patrocinio misionero decidieron plantarse allí.
Como apoyo y espaldar a las fundaciones indígenas, en la fecha ya citada de
1724, los mismos franciscanos erigieron la cercana Villa de españoles de Todos
los Santos de Calabozo. Eran doce hombres que esa mañana fundacional se reunían
con banderas de fe, junto a la cruz que plantara el misionero para marcar el
sitio de la Iglesia.
Nunca
como entonces se había sentido más plena la tierra calaboceña; ni sabía tanto a
padre la plegaria de los Hombres. El sol era frutal y el aroma de mastrantos llenaba
la sabana. El silencio aventado con el rumor de los hombres se arrolló como una
etcétera en el moño de los palmares. Sobre el aire azul danzaban rocheleras
nubes blancas. Ya no había retorno para las pisadas, ni para la mirada cansina
que allí se aposentaba. El corazón de la sabana se abrió y la voz enronqueció
sus distancias para hacerse aguaite cercano. Había agua para el sorbo nuevo y
pan reciente para el hambre vieja.
Después
fue la fe en el barro. En el de los hombres y en el de la tierra. Fe en su
voluntad para levantar muros de cobijo y bahareques de esperanzas. Para
levantar sueños. Para edificar un mundo circundante a la aventura. La tierra no
pudo nunca enterrar las pisadas y nacieron las casas. Las calles no terminaron
nunca en la llanura, sino que allí empezaron. Siempre estaban comenzando. Cada
día un poco más lejos, cuando se le empataba otra casa.
Así
nació la Villa de Nuestra Señora deTodos los Santos de Calabozo. De aquí en
adelante todo fue contradicción. Los poderosos resolvieron que debía morir,
pero el pueblo se negó a desaparecer. Nunca como frente a esta población puede
decirse con mejor razón, que fue un pueblo que se negó a morir, o quizás mejor,
un pueblo empeñado en vivir. Los hombres decretaron su extinción. Así, con un
simple plumazo o una brutal palabra, el pueblo debía desaparecer. Estorbaba
para las ansias de posesión y dominio de unos pocos hombres. Cabildo Caraqueño.
Gobernador. Autoridades Reales. Consejo de Indias. Todos los poderosos estaban
de acuerdo en que no podía subsistir. Pero el pueblo dijo no a todos los
poderosos. Ayudados por los misioneros a quienes inspiraba Dios, la Ciudad de Calabozo
fue en lucha tenaz.
¡Calabozo! Un pueblo vigía de la llanura. A los cuatro lados sus calles
atisban el pasar solitario. Del camino, de los hombres, de las puntas de
ganado. Del río que venía del Norte. Del viento que soplaba del Este y doblaba
los pajonales hacia el otro lado. Del barinés seco y caluroso que venía del
Oeste, con su carga de lluvias y tormentas.
Los
muros -ladrillos o tierra- observaban callados la sabana o las barrancas donde
verdeaban las vegas del río. Las ventanas conversadoras siempre tenían algo que
comadrear del camino que venía o se alejaba, de los hombres que aparecían o se
marchaban.
Mañanas
volandonas y parejeras. Las nubes pastoreando garzas por las orillas del
estero. Mañanitas alegres de vidrios recién nacidos en el rocío mañanero. Con
su bramar de vacada mansa, su ternura húmeda de becerros y un rudo galopar de
caballos sabaneros. Calor de los mediodías sofocantes, cuando hasta las hojas
desinflaban su vaivén. La vida se sumergía bajo la sombra de un árbol o en un
penumbroso corredor donde el tinajero era dueño y señor de la frescura.
Tristeza muriente de las tardes moradas, enceladas de nubes y colores ácidos
sobre las talanqueras de Occidente. En la noche los hombres colgaban sueños
bajo las claras estrellas, en un pausado vaivén de chinchorros moricheros. Por
unas esquinas de silencio la luna se iba a los jagüeyes del río y una soledad
de portones cerrados dialogaba con los faroles.
Pedacito a pedazo los hombres construían la historia. Una historia que
sabía a guásimos y caros, a cundiamor, a pascua sabanera, a ripio de sabana
calichosa, a sed ardida, a agua derrumbada, a bajíos e hileros, a ganado y
caballos, a sudor honrado y esfuerzo duro, a fe y voluntad de hombres machos.
¡Calabozo!
Un poco de llano aprisionado. Un mundo de sol detenido. Un caliente palpitar de
vida, cercado y abierto por muros, por casas, por calles y plazas. ¡Calabozo!,
un lugar que no cierra ni encierra, que abre y descubre, libera y suelta. No es
Calabozo sino aventura de quimeras. O será Calabozo, porque agarra los sueños.
Igual que aprisiona a los hombres para que vayan y vengan y siempre vuelvan. Es
un Calabozo, no de cadenas sino de amor. Ancho como la sabana, como la sabana
abierto a su vital función de sol…