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sábado, 14 de mayo de 2016

SERÁ CALABOZO, PORQUE AGARRA LOS SUEÑOS

Lucas Guillermo Castillo Lara en noviembre de mil novecientos noventa y siete me regaló el libro Villa de Todos los Santos de Calabozo El derecho de existir bajo el sol, del cual él es autor, ahí en la primera página escribió esta dedicatoria

       Para el Prof. Adelfo Morillo con admiración y aprecio por la obra que realiza  
             Firma autógrafa

       Y de este libro de Ediciones Fundación Carlos del Pozo, Calabozo- Edo. Guárico, 1996, transcribo desde su página 11 hasta la 14, correspondientes a su

INTRODUCCIÓN

SERÁ CALABOZO, PORQUE AGARRA LOS SUEÑOS

       Guárico abajo vienen navegadoras las aguas quietas. Entre remansos y madreviejas, entre barrancas y playones siempre rumbo al Sur.
       Con ojos de ternura mansa, el perro fiel del río guarda el costado de la ciudad. La acoge en la curva suave de su brazo verde de árboles o la comprime en su cabrillante embalse de juncos y soles.
       El río viene resbalando lentamente por una cadencia ocre de playas arenosas. La piel desbaratada de la tierra se arrastra a pedazos entre el agua, por los meandros barrosos. Un color de tierra sucia acompaña al río desde muy arriba. Aquí abajo, después de tantas vueltas y revueltas, de acollararse de barrancas y playas, el color importa poco porque es agua. Simple. Poderosa. Vital. Agua! Por ella, por su hálito y su huella, existe vida en aquellla sabana ardida de crucificados veranos, desdentada de apretada sed. El agua que lleva la escorrentía del río, se sume de arenas y cascajos en su múltiple penar. Esa agua barrosa de color de limo, de sabor de tierra, tiene un destello de gloria en la aridez de la sabana. El agua derrumbada en un temblor calcinado de soles, canta en la soledad del río que da nombre a la tierra.
       El Guárico recogió nubes por el Sur de Aragua. Retrató cielos en Camatagua y por arterias de tubos envió vida a la gran Capital. Dejó los pretiles de las galeras, se adelgazó por Barbacoas y El Sombrero. Oyó el graznido mañanero de las guacharacas y chenchenas, el canto de los pájaros en los árboles ribereños. Garzas y cotúas rayaron su cristal. Se rizó con el subiente temblor de coporos en las rumazones de marzo. Se arremansó quieto en el espejo líquido de su embalse. Se marchó manso a entregar su función de vida por los regadíos de sus canales. Termina sin prisa por entregar su fluvial cabellera de caños al abrazo de los grandes ríos, sus hermanos mayores.
       En invierno es otra cosa y otra la cara del agua. Cuando San Pedro sacude el seco cuero de los cielos, retumba desde la cabeza al rabo, y caen las amontonadas nubazones. La tierra retostada se vuelve entonces espejo de agua y laguna de soles sumergidos. Todo es un verde renacido entre un verde anegado. Los pardos pajonales, con su doblado tallo, levantan otra vez sus espigas. Se alisa la cara arrugada de los terronales y el ganado tiene una húmeda mirada de ternura.
       La vida, como los hombres, está amarrada a las vueltas y revueltas del agua, que viene sembrando pueblos a cada recodo del río.
       Primero fueron las pisadas que venían rumbeando andaduras hacia el Sur. Igual que el río o igual que las aves. Caminaban despacio. Despacio. En busca de un pedazo de sueño para amarrar su quehacer. La tierra estrenaba un rumor de voces y de sangre, mientras oleaba el viento su repasar de pajonales.
       Venía la noche y nacían las estrellas. Venía el alba y todo era sol. Pero todos se preparaban para una mañana. Alba y noche. Estrella y sol. El polvo era igual en las pisadas, como era igual el cansancio de los cuerpos derrumbados. Todo pasaba y repasaba, hasta que llegó el momento, uno marcado por Dios, el 1º de febrero de 1724. Entonces fue la Villa de Todos los Santos de Calabozo.
       Un año antes, en 1723, dos humildes franciscanos, Fray Bartolomé de San Miguel y Fray Salvador de Cádiz, erigieron en la Mesa de Calabozo dos poblados indios, Nuestra Señora de los Ángeles y la Santísima Trinidad. La Misión de Arriba y la Misión de Abajo. Por su propia voluntad los indios habían salido de las selvas ribereñas del Orinoco y bajo el patrocinio misionero decidieron plantarse allí. Como apoyo y espaldar a las fundaciones indígenas, en la fecha ya citada de 1724, los mismos franciscanos erigieron la cercana Villa de españoles de Todos los Santos de Calabozo. Eran doce hombres que esa mañana fundacional se reunían con banderas de fe, junto a la cruz que plantara el misionero para marcar el sitio de la Iglesia.
       Nunca como entonces se había sentido más plena la tierra calaboceña; ni sabía tanto a padre la plegaria de los Hombres. El sol era frutal y el aroma de mastrantos llenaba la sabana. El silencio aventado con el rumor de los hombres se arrolló como una etcétera en el moño de los palmares. Sobre el aire azul danzaban rocheleras nubes blancas. Ya no había retorno para las pisadas, ni para la mirada cansina que allí se aposentaba. El corazón de la sabana se abrió y la voz enronqueció sus distancias para hacerse aguaite cercano. Había agua para el sorbo nuevo y pan reciente para el hambre vieja.
       Después fue la fe en el barro. En el de los hombres y en el de la tierra. Fe en su voluntad para levantar muros de cobijo y bahareques de esperanzas. Para levantar sueños. Para edificar un mundo circundante a la aventura. La tierra no pudo nunca enterrar las pisadas y nacieron las casas. Las calles no terminaron nunca en la llanura, sino que allí empezaron. Siempre estaban comenzando. Cada día un poco más lejos, cuando se le empataba otra casa.
       Así nació la Villa de Nuestra Señora deTodos los Santos de Calabozo. De aquí en adelante todo fue contradicción. Los poderosos resolvieron que debía morir, pero el pueblo se negó a desaparecer. Nunca como frente a esta población puede decirse con mejor razón, que fue un pueblo que se negó a morir, o quizás mejor, un pueblo empeñado en vivir. Los hombres decretaron su extinción. Así, con un simple plumazo o una brutal palabra, el pueblo debía desaparecer. Estorbaba para las ansias de posesión y dominio de unos pocos hombres. Cabildo Caraqueño. Gobernador. Autoridades Reales. Consejo de Indias. Todos los poderosos estaban de acuerdo en que no podía subsistir. Pero el pueblo dijo no a todos los poderosos. Ayudados por los misioneros a quienes inspiraba Dios, la Ciudad de Calabozo fue en lucha tenaz.
       ¡Calabozo! Un pueblo vigía de la llanura. A los cuatro lados sus calles atisban el pasar solitario. Del camino, de los hombres, de las puntas de ganado. Del río que venía del Norte. Del viento que soplaba del Este y doblaba los pajonales hacia el otro lado. Del barinés seco y caluroso que venía del Oeste, con su carga de lluvias y tormentas.
       Los muros -ladrillos o tierra- observaban callados la sabana o las barrancas donde verdeaban las vegas del río. Las ventanas conversadoras siempre tenían algo que comadrear del camino que venía o se alejaba, de los hombres que aparecían o se marchaban.
       Mañanas volandonas y parejeras. Las nubes pastoreando garzas por las orillas del estero. Mañanitas alegres de vidrios recién nacidos en el rocío mañanero. Con su bramar de vacada mansa, su ternura húmeda de becerros y un rudo galopar de caballos sabaneros. Calor de los mediodías sofocantes, cuando hasta las hojas desinflaban su vaivén. La vida se sumergía bajo la sombra de un árbol o en un penumbroso corredor donde el tinajero era dueño y señor de la frescura. Tristeza muriente de las tardes moradas, enceladas de nubes y colores ácidos sobre las talanqueras de Occidente. En la noche los hombres colgaban sueños bajo las claras estrellas, en un pausado vaivén de chinchorros moricheros. Por unas esquinas de silencio la luna se iba a los jagüeyes del río y una soledad de portones cerrados dialogaba con los faroles.
       Pedacito a pedazo los hombres construían la historia. Una historia que sabía a guásimos y caros, a cundiamor, a pascua sabanera, a ripio de sabana calichosa, a sed ardida, a agua derrumbada, a bajíos e hileros, a ganado y caballos, a sudor honrado y esfuerzo duro, a fe y voluntad de hombres machos.
       ¡Calabozo! Un poco de llano aprisionado. Un mundo de sol detenido. Un caliente palpitar de vida, cercado y abierto por muros, por casas, por calles y plazas. ¡Calabozo!, un lugar que no cierra ni encierra, que abre y descubre, libera y suelta. No es Calabozo sino aventura de quimeras. O será Calabozo, porque agarra los sueños. Igual que aprisiona a los hombres para que vayan y vengan y siempre vuelvan. Es un Calabozo, no de cadenas sino de amor. Ancho como la sabana, como la sabana abierto a su vital función de sol…