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martes, 12 de marzo de 2013

José Antonio Páez… Autobiografía (2)


José Antonio Páez… Autobiografía (2)

     “Diré lo que era un hato para aquella época… en la gran extensión de territorio se veían de distancia en distancia ora pueblecillos con pocos habitantes, ya rústicas casas con techos de hojas secas de palmeras… Constituían estos terrenos las riquezas de muchos individuos, riquezas que no sacaban de las producciones de la tierra, sino de la venta de las innumerables hordas de ganado caballar y vacuno, que pacían en aquellas soledades con tanta libertad como si estuvieran en la patria que el cielo les había señalado desde los primeros tiempos de la creación.
     La habitación donde residían estos hombres era una especie de cabaña… La yerba crecía en torno a su placer, y solo podía indicar el acceso a la vivienda la senda tortuosa que se formaba con las pisadas o rastro del ganado.
     Constituían todo el mueblaje de la solitaria habitación cráneos de caballos y cabezas de caimanes, que servían de asiento al llanero cuando tornaba a la casa cansado de oprimir el lomo del fogoso potro durante las horas del sol; y si quería extender sus miembros para entregarse al sueño, no tenía para hacerlo sino las pieles de las reses o cueros secos, después de haber hecho una sola comida a las siete de la tarde. ¡Feliz el que alcanzaba el privilegio de poseer una hamaca sobre cuyos hilos pudiera más cómodamente restituir al cuerpo su vigor perdido!
     En uno u otro lecho pasaba la noche, arrullado muy frecuentemente por el monótono ruido de la lluvia que caía sobre el techo, o por el no menos antimusical de las ranas, del grillo y de otros insectos, sin que despertara azorado al horrísono fragor de los truenos, ni al vívido resplandor de los relámpagos. El gallo, que dormía en la misma habitación con toda su familia, le servía de reloj, y el perro de centinela. A las tres de la mañana se levantaba, cuando aún no había concluido la tormenta, y salía a ensillar su caballo, que había pasado la noche atado a una macoya de yerba en las inmediaciones de la casa. Para ello tenía que atravesar los escobares, tropezando a cada instante con las osamentas de las reses… y téngase presente que el llanero anda siempre descalzo.
     Montado al fin, salía para la expedición de ojear el ganado, que iba espantando hasta el punto en que debía hacerse la parada. Esta operación se conocía con el nombre de rodeo; pero cuando se hacía solamente con los caballos, se llamaba junta.
     Hecha la parada, se apartaban los becerros para la hierra, o sea para ponerles marca, se recogían las vacas paridas, se castraban los toros, y se ponía aparte el ganado que se destinaba a ser vendido. Si la res o caballo apartado trataba de escaparse, el llanero la perseguía, la enlazaba, o si no tenía lazo, la coleaba para reducirla a la obediencia.
     Cuando comenzaba a oscurecer y antes de que les sorprendiera la noche, dirigíanse los llaneros al hato para encerrar el ganado, y concluida esta operación mataban una res, tomando cada uno su pedazo de carne, que asaba en una estaca, y que comía sin que hubiese sal para sazonar el bocado, ni pan que ayudara a su digestión. El más delicioso regalo consistía en empinar la tapara, especie de calabaza donde se conservaba el agua fresca; y entonces solía decir el llanero con el despecho casi resignado de la impotencia:
                                       El pobre con agua justa,
                                        Y el rico con lo que gusta.”
     Para entretener el tiempo después de su parca cena, poníase a entonar esos cantares melancólicos que son proverbiales, algunas veces acompañados de una bandurria traída del pueblo inmediato, en un domingo en que logró ir a oír misa. Otras veces también, antes de entregarse al sueño, entreteníase en escarmenar cerdas de caballo para hacer cabestros torcidos.


     * El hato aquí descrito por Páez corresponde a los finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX…. Y recordemos que transcribo en el actual castellano…