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sábado, 24 de marzo de 2018

Autobiografía de José Antonio Páez 4


Autobiografía de José Antonio Páez            4

       Diré lo que era un hato en aquella época, pues los que se encuentran actualmente en los mismos sitios difieren tanto de los que conocí en mi juventud, cuánto dista la civilización de la barbarie. El progreso ha introducido en ellos mil reformas y mejoras; y si bien ha ejercido gran influencia sobre las costumbres de los habitantes, no ha podido empero cambiar completamente el carácter de estos, por lo cual no me detendré a copiar lo que, con tanta verdad y exactitud, han descrito el venezolano Baralt y el granadino Samper. Pintaré pues los hatos cómo los conocí en los primeros años de mi juventud.
       En la gran extensión de territorio, que, como la vasta superficie del océano, presenta al rededor un inmenso círculo cuyo centro parece estar en todas partes, se veían de distancia en distancia ora pueblecillos con pocos habitantes, ya rústicas casas con techos de hojas secas de palmeras, que en medio de tan gran soledad parecían ser los oasis de aquel a la vista desierto ilimitado. Constituían estos terrenos las riquezas de muchos individuos, riquezas que no sacaban de las producciones de la tierra, sino de la venta de las innumerables hordas de ganado caballar y vacuno, que pacían en aquellas soledades con tanta libertad como si estuvieran en la patria que el cielo les había señalado desde los primeros tiempos de la creación. Estos animales descendientes de los que tuvieron en la conquista tanta parte como los mismos aventureros a cuyas órdenes servían, eran muy celosos de su salvaje independencia; y muchas y grandes fatigas se necesitaban para obligarlos a auxiliar al hombre en la obra de la civilización.
       La habitación donde residían estos hombres era una especie de cabaña cuyo aspecto exterior nada diferente presentaba de las que hoy se encuentran en los mismos lugares. La yerba crecía en torno a su placer, y solo podía indicar el acceso a la vivienda la senda tortuosa que se formaba con las pisadas o rastro de ganado.
       Constituían todo el mueblaje de la solitaria habitación cráneos de caballos y cabezas de caimanes, que servían de asiento al llanero cuando tornaba a la casa cansado de oprimir el lomo del fogoso potro durante las horas del sol; y si quería extender sus miembros para entregarse al sueño, no tenía para hacerlo sino las pieles de las reses o cueros secos, donde reposaba por la noche de las fatigas y trabajos del día, después de haber hecho una sola comida a las siete de la tarde. ¡Feliz el que alcanzaba el privilegio de poseer una hamaca sobre cuyos hilos pudiera más cómodamente restituir al cuerpo su vigor perdido!
       En uno u otro lecho pasaba la noche, arrullado muy frecuentemente por el monótono ruido de la lluvia que caía sobre el techo, o por el no menos antimusical de las ranas, del grillo y de otros insectos, sin que despertara azorado al horrísono fragor de los truenos, ni al vívido resplandor de los relámpagos. El gallo, que dormía en la misma habitación con toda su alada familia, le servía de reloj, y el perro de centinela. A las tres de la mañana se levantaba, cuando aun no había concluido la tormenta, y salía a ensillar su caballo, que había pasado la noche anterior atado a una macoya de yerba en las inmediaciones de la casa. Para ello tenía que atravesar los escoberos, tropezando a cada instante con las osamentas de las reses, que entorpecían sus pasos, y que gracias a una acumulación sucesiva de muchos años, habrían bastado para erigir una pirámide bastante elevada. Téngase presente que el llanero anda siempre descalzo.
       Montado al fin, salía para la expedición de ojear el ganado, que iba espantando hasta el punto en que debía hacerse la parada. Esta operación se conocía con el nombre de rodeo; pero cuando se hacía solamente con los caballos, se llamaba junta. Juntas decían los llaneros cuando más tarde, les hablaron de las que se formaron en las ciudades para la defensa de la soberanía de España, nosotros no sabemos de más juntas que las de bestias que hacemos aquí.
       Hecha la parada, se apartaban los becerros para la hierra, o sea para ponerles marca, se recogían las vacas paridas, se castraban los toros, y se ponía aparte el ganado que se destinaba a ser vendido. Si la res o caballo apartado trataba de escaparse, el llanero la perseguía, la enlazaba o si no tenía lazo, la coleaba para reducirla a la obediencia.
       Cuando comenzaba a oscurecer y antes de que les sorprendiera la noche, dirigíanse los llaneros al hato para encerrar el ganado, y concluida esta operación mataban una res, tomando cada uno su pedazo de carne, que asaba en una estaca, y que comía sin que hubiese sal para sazonar el bocado ni pan que ayudara a su digestión. El más deleitoso regalo consistía en empinar la tapara, especie de calabaza en donde se conservaba el agua fresca; y entonces solía decir el llanero con el despecho casi resignado de la impotencia

El pobre con agua justa
y el rico con lo que gusta…

       Para entretener el tiempo después de su parca cena, poníase a entonar esos cantares melancólicoa que son proverbiales –las voces plañideras del desierto- algunas veces acompañado con una bandurria traída del pueblo inmediato, en un domingo en que logró ir a oír misa. Otras veces también, antes de entregarse al sueño, entreteníase en escarmenar cerdas de caballo para hacer cabestros torcidos.
       Tal era la vida de aquellos hombres. Distantes de las ciudades, oían hablar de ellas como de lugares de difícil acceso, pues estaban situadas más allá del horizonte que alcanzaban con la vista. Jamás llegaba a sus oídos el tañido de la campana que recuerda los deberes religiosos, y vivían y morían como hombres a quienes no cupo otro destino que luchar con los elementos y las fieras, limitándose su ambición al llegar un día a ser capataz en el mismo punto donde había servido antes en clase de peón.

Ibidem, págs. 5, 6, 7. Ortografía actualizada por Adelfo Morillo.