Autobiografía de
José Antonio Páez 3
Mi madre que vivía en el pueblo de
Guama, me llamó a su lado el año de 1807, y, por el mes de junio me dio
comisión de llevar cierto expediente sobre asuntos de familia a un abogado que
residía en Patio Grande, cerca de Cabudare… Debía además conducir una regulra
suma de dinero, me enorgullecí mucho con el encargo… Acompañábame un peón, que
a su regreso debía llevar varias cosas para la familia.
Ninguna novedad me ocurrió a la ida;
mas, al volver a casa, sumamente satisfecho con la idea de que yo era hombre de
confianza, joven, y como tal imprudente, enorgullecido además con la cantidad
de dinero que llevaba conmigo, y deseoso de lucirme, aproveché la primera
oportunidad de hacerlo, lo cual no tardó en presentarse, pues, al pasar por el
pueblo de Yaritagua, entré en una tienda de ropa a pretexto de comprar algo, y
al pagar saqué sobre el mostrador cuanto dinero llevaba, sin reparar en las
personas que había presentes, más que para envanecerme de que todos hubiesen
visto que yo era hombre de espada y de dinero.
Los espectadores debieron conocer desde
luego al mozo inconsiderado, y acaso formaron inmediatamente el plan de
robarme. No pensé yo más en ellos y seguí viaje, entrando por el camino
estrecho que atraviesa, bajo alto y espeso arbolado, la montaña de Mayurupí.
Ufano con llevar armas, pensé en usarlas… Paro al punto se me ocurrió que era
ya tarde, que tenía que viajar toda la noche…, y que en la pistola cargada
consistía mi principal defensa. No bien seguí avanzando cuando la ocasión vino
a demostrar la certeza de mi raciocinio, pues a pocos pasos me salió de la
izquierda del camino un hombre alto, a quien siguieron otros tres que se
abalanzaron a cogerme la mula por la brida. Apenas lo habían hecho cuando salté
yo al suelo por el lado derecho, pistola en mano. Joven, sin experiencia alguna
de peligros, mi apuro en aquel lance no podía ser mayor; sin embargo, me sentí
animado de extraordinario arrojo viendo la alevosía de mis agresores, y en
propia defensa resolví venderles cara la vida. El que parecía jefe de los
salteadores se adentaba hacia mí con la vista fija en la pistola con que le
apuntaba, mientras iba yo retrocediendo conforme él avanzaba. Él tenía en una
mano un machete, y en la otra el garrote. Tal vez creía que no me atrevería yo
a dispararle, porque cuando le decía que se detuviera , no hacía caso de mis
palabras, pensando quizá que como ya se había apoderado de mi cabalgadura, le
sería no menos fácil intimidarme o rendirme. Avanzaba pues siempre sobre mí en
ademán resuelto, y yo continuaba retrocediendo, hasta que, cuando estábamos
cosa de veinte varas distantes de sus compañeros, se me arrojó encima,
tirándome una furiosa estocada con el machete. Sin titubear disparé el tiro,
todavía sin intención de matarlo, pues hasta entonces me contentaba con herirlo
en una pierna; pero él, por evitar la bala, se hizo atrás con violencia, y la
recibió en la ingle. Mudo e inmóvil permanecí por un instante. Creyendo haber
errado el tiro, y que el mal hombre se me vendría luego a las manos, desenvainé
la espada y me arrojé sobre él para ponerle fuera de combate; mas al ir a
atravesarlo me detuve, porque le vi caer en tierra sin movimiento. Ciego de
cólera y no pensando sino en mi propia salvación corríe entonces con espada
desnuda sobre los demás ladrones; mas estos no aguardaron, y echaron a huir
cuando se vieron sin jefe, y perseguidos por quien, de joven desprevenido y
fácil de amedrentar, se había convertido en resuelto perseguidor de sus
agresores…
A las cuatro de la mañana llegué a
casa…, y no comuniqué lo ocurrido más que a una de mis hermanas. Permanecí allí
tranquilo algunos días, hasta que principiaron a esparcirse rumores de que yo
había sido el héroe de la escena del bosque. Entonces, sin consultar a nadie, e
inducido solamente por un temor pueril, resolví ocultarme, y tomando el camino
de Barinas, me interné hasta las riberas del Apure, donde, deseando ganar la
vida honradamente, busqué servicio en clase de peón, ganando tres pesos por mes
en el hato de La Calzada, perteneciente a Don manuel Pulido.
Ibidem, págs. 2,
3, 4, 5. Ortografía actualizada por Adelfo Morillo.