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sábado, 24 de marzo de 2018

Autobiografía de José Antonio Pàez 5

Autobiografía de José Antonio Pàez              5

       La lucha del hombre con las fieras –que no son otra cosa los caballos y los toros salvajes-, lucha que pone a prueba las fuerzas corporales y que necesita una resistencia moral ilimitada, mucho estoicismo…
       Este fue el gimnasio donde adquirí la robustez atlética que tantas veces me fue utilísima después…
       Tocóme de capataz un negro alto, taciturno y de severo aspecto… Apenas se había puesto el novicio a sus órdenes, cuando, con voz imperiosa le ordenaba que montara un caballo que jamás había sentido sobre el lomo ni el peso de la carga, ni el del domador… Saltaba el pobre peón sobre el potro salvaje, echaba mano a sus ásperas y espesas crines, y no bien se había asentado, cuando  la fiera empezaba  a dar saltos y corcovos, o tirando furiosas dentelladas al jinete, cuyas piernas corrían graves peligros, trataba de desembarazarse de la extraña carga, para él insoportable, o despidiendo fuego por ojos y narices, se lanzaba enfurecida en demanda de sus compañeros en los llanos, como si quisiera impetrar su auxilio contra el enemigo que oprimía sus hijares.
       El pobre jinete cree que un huracán desencadenando toda su furia, le lleva en sus alas y le arrastra casi sobre la superficie de la tierra, que imagina a corta distancia de sus pies, sin que le sea dado alcanzarla, porque ella también huye con la velocidad del relámpago. Zumba el viento en sus oídos cual si penetrase con toda su fuerza en las concavidades de una profunda caverna; apenas se atreve el cuitado a respirar; y si conserva abiertos los espantados ojos, es solamente para ver si puede hallar auxilio en alguna parte, o convencerse de que el peligro no es tan grande como pudiera representárselo la imaginación sin el testimonio del sentido de la vista.
       El terreno, que al tranquilo espectador no presenta ni la más leve desigualdad, para el aterrado jinete, se abre a cada paso en simas espantosas, donde él y la fiera van sin remedio a despeñarse… Al fin cesa la angustia, él y la fiera van sion remedio a despeñarse pues el caballo se rinde de puro cansado, y abandona poco a poco el impetuoso escape que agota sus fuerzas.
       Cuando repite la operación, ya el novicio llanero tiene menos susto, hasta que al fin no hay placer para él más grande que domar la alimaña que antes le había hecho experimentar terrores inexplicables.
       El hato de La Calzada se hallaba a cargo, como he dicho, de un negro llamado Manuel o, según le decíamos todos, Manuelote, el cual era esclavo de Pulido y ejercía el cargo de mayordomo… Las sospechas que algunos peones habían hecho concebir a Manuelote, de que bajo el pretexto de buscar servicio, había ido yo a espiar su conducta, hicieron que me tratase con mucha dureza, dedicándome siempre a los trabajos más penosos, como domar caballos salvajes, sin permitirme montar sino los de esta clase; pastorear los ganados durante el día, bajo un sol abrasador; velar por las noches las madrinas de los caballos, para que no se auyentasen; cortar con hachas maderos para las cercas, y finalmente, arrojarme con el caballo a los ríos, cuando aun no sabía nadar, para pasar como guía los ganados de una ribera a otra. Recuerdo que un día, al llegar a un río, me gritó: Tírese al agua y guíe el ganado. Como yo titubease, manifestándole que no sabía nadar, me contestó en tono de cólera: Yo no le pregunto a usted si sabe nadar o no; le mando que se tire al río y guíe el ganado.
       Acabado el trabajo del día, Manuelote, echado en la hamaca, solía decirme: Catire Páez, traiga un camazo con agua, y láveme los pies; y después me mandaba que le meciese hasta que se quedaba dormido. Me distinguía con el nombre de catire (rubio), y con la preferencia sobre todos los demás peones, para desempeñar cuanto había más difícil y peligroso que hacer en el hato.
       Cuando, algunos años después, le tomé prisionero en la Mata de la Miel, le traté con la mayor bondad; hasta hacerle sentar a mi propia mesa; y un día que le manifesté el deseo de serle útil en alguna cosa, me suplicó como único favor que le diera un salvoconducto para retirarse a su casa. Al momento le complací, por lo que, agradecido al buen tratamiento que había recibido, se incorporó más tarde en mis filas. Entonces, los demás llaneros en su presencia solían decirse unos a otros con cierta malicia: Catire Páez, traiga un camazo de agua y láveme los pies. Picado Manuelote con aquellas alusiones de otros tiempos, le contestaba: Ya sé que ustedes dicen eso por mí; pero a mí me deben el tener a la cabeza un hombre tan fuerte, y la patria una de las mejores lanzas, porque fui yo quien lo hice hombre.

Ibidem, págs. 8, 9, 10, 11. Ortografía actualizada por Adelfo Morillo.