sábado, 26 de enero de 2013


Óscar Guaramato

La otra señorita


     La maestra rural fue trasladada a otro pueblo. Nos comunicó la noticia momentos después de haber cantado un nuevo himno, cuando estábamos frente a ella, atentos a sus manos guiadoras del compás. Habló brevemente. Explicó que desde el lunes tendríamos otra maestra, que ella pasaría a regentar otra escuela, perdida en la maraña de un remoto caserío, y recomendó a todos que fuésemos amables con la nueva preceptora, por cuanto nosotros constituiríamos su prueba de fuego, su primer experimento de recién graduada.
     Era viernes y atardecía sobre las casas.
     Pero esto no sucedió ayer, ni anteayer.
     Ella era nuestra maestra de primeras letras, hace veinticinco años. Sin embargo, el tiempo transcurrido no impide que recuerde claramente las cosas ocurridas aquel día, lo que hicimos en la calle. Fue allí donde noté que había olvidado mi pizarra y regresé corriendo al salón. Busqué por todas partes y, al no encontrarla, llamé a mi maestra. Salió y vi sus ojos enmohecidos de llanto. Sin decirme nada, me abrazó sollozante. Recuerdo que yo también lloré, que era viernes y que el sol muriente lamía en el patio las hojas de un rosal.
     El domingo la acompañé a la estación.
     Yo cargaba su maleta. Fue un domingo a las once de la mañana. La locomotora tenía un nombre  –gavilán- y resoplaba como un animal cansado. Al fin, un hombre de uniforme gris ordenó a los pasajeros que subieran al tren. Fue entonces cuando ella me estrechó contra su pecho y me besó en la frente. Recuerdo claramente su pañuelo blanco, aleteando a lo lejos, y aquella dulce paz que me quedó en la cara.
     La otra señorita tenía pecas y fumaba.
     El lunes siguiente se encargó de la escuela. El mismo día encontré mi perdida pizarra.
     Yo no la oía. Pensaba en mi otra maestra. Veía su cabello de oro viejo, sus ojos llorosos, sus labios de frambuesa.
     Tal vez fue esto lo que me impulsó a escribir en mi pizarra: Señorita, yo la quiero mucho. Lo hice con una letra grande, redonda, y firmé al pie.
     Repentinamente una pregunta flotó en la sala. Yo no la oí. No hubiera oído nada, a no ser por el codo de un compañero de pupitre que me hizo volver en mí. La señorita me miraba ahora, esperando mi respuesta. No contesté. Ella se acercó y me quitó la pizarra de las manos. Recuerdo que era lunes y que hacía mucho calor y que el sol danzaba en el patio, como un conejo rubio.
     Yo mismo llevé la nota a mi casa. En ella se decía la causa  de mi expulsión de la escuela rural.
     Pasé muchos días apenado, vagando solitario por las riberas del río vecino, y recuerdo también, que me agarré a trompicones con más de un discípulo que me llamó “picaflor de alero”.
     Un día cualquiera me enviaron a una escuela de la ciudad.
     Pero nunca llegué a referir que lo escrito había sido para mi otra maestra, la del pañuelo blanco, la del cabello de oro viejo, y labios de frambuesa. La del primer beso.    



     Quizás en el existir cotidiano de los pueblos sean los cuentos los que más llenan el tiempo en la conversación de hombres, mujeres, jóvenes y niños. Sin lugar a dudas, cada pueblo se ha ido construyendo al abrigo de los cuentos, anécdotas y demás formas de expresión que le dan cuerpo a la literatura oral y escrita en la tradición. El cuento en la literatura venezolana nos ofrece maestros en la oralidad y en la escritura, cada uno de esos exponentes con sus particularidades en los temas y en las formas. En este caso nos referimos a Óscar Guaramato, natural de Barcelona, Venezuela (1916), que en su primer libro de cuentos Biografía de un escarabajo (1949), luego en su segundo libro Por el río de la calle (1953), en La niña vegetal y otros cuentos (1956), y en los tres libros con el título de Cuentos en tono menor nos presenta escenas, rasgos y colores de la vida cotidiana en ambientes rurales y citadinos. Leer la cuentiística de Guaramato es sorprenderse con pinceladas frescas de parajes encantados, gracias a su estro de poesía de cristal; en la narración de Biografía de un escarabajo nos envuelve con la imagen “rastreaba la brisa un olor a orégano”… En el cuento Caballo Blanco nos dibuja el encanto que todo niño en cualquier lugar y momento disfruta cabalgando sobre un caballo de madera, cuando imagina aventuras, hazañas y sueños; el autor con su particular forma de hermosear el lenguaje nos dice: “Mi caballo no tenía nombre como otros caballos. Pacía tras las nubes, o galopando incansable sobre senderos de almendras, en un prado de lirios agridulces cruzado por arroyuelos de miel. ¡Mi caballo vivía más allá del relámpago y la estrella!”  En Vecindad nos ofrece todo un inventario de nombres para describir los afanes, humores, labores, juegos cotidianos de una convivencia entre ratones, un marido, la mujer y el hijo, que según el lugar, el momento y la circunstancia nos va mostrando un calidoscopio de humana sencillez y ternura, en donde el ratón tiene voz y nos dice: “La señora harina-guiso-azúcar me ha tropezado a la orilla de la puerta… El señor podía ser por las mañanas jabón-café-colonia, por las tardes sudor-coñac-cigarro y por las noches aceite-anís-pantuflas. A veces el señor vociferaba y rompía floreros, y entonces la ecuación temperamental nos daba arena-hiel-jabones, o lumbre-.terrón-hierro. Era en esos momentos cuando la señora, lechuga-esponja-brisa, lloraba amargamente. Por cierto que el pequeño, plumón-almendra-tallo, fue buen amigo nuestro. El hombre, vinagre-ron-madera y ella, mermelada-tul-hoja, o trébol-lirio-espiga, el chico, mamila-musgo-grano, o el hombre, eructo-lima-piedra, o la señora, pavesa-humo-espina, o pañuelo-nudo-lágrima. Mi hijo ratón susurró al mirar al amigo que, tanto olía como él: - Padre, ¿es durazno-esperma-hielo? Podría ser, también, sudario-nardo-sueño… Pero mi mujer ratona agregó: -Yo creo que es cerrojo-tierra-vuelo”…  Para el año 1984 nos refiere Guaramato una práctica de uso por alguna gente conocedora de las propiedades curativas de las plantas, en Juan Herbolario el autor identifica con ese nombre el oficio de este hombre, y aún para estos momentos que vivimos existen seres dedicados a tales ejercicios. “Juan Herbolario se refugió en su hamaca y entre mecida y mecida charlaba con Eloísa: -Este caserón es mucho techo para nosotros dos. Pediremos a los amigos que nos regalen bancos y mesitas para crear una escuela. Luisa Lina será la maestra. Y llegaron los asientos y tras estos los tímidos alumnos. Luisa Lina: -Cebolla empieza por ce: / Ce, de, e, efe, ge… / Ajo se escribe sin hache: / Hache, i, jota, ka… / Esta innovación didáctica deslumbró al joven inspector escolar enviado para el registro del plantel. Le gustó el método y le agradó Luisa Lina. Conversaba largo y tendido con Juan Herbolario. –Ya son treinta los niños, y llegarán más. Podríamos darle a este centro categoría de escuela graduada. Yo me encargo del segundo y el tercero y Luisa Lina de los pequeñitos. Esto significa que debo radicarme aquí, y… -Prosiga, no se turbe. –quiero casarme con la novel educadora. Consulté con la viuda y me recomendó pedir permiso a usted.
     Aprobó en tres bajaditas de mentón. El amador corrió a dar la noticia…”

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